
Minimizando ventanas encuentro lo simple en un reducido confinamiento, ecléctico de intrascendencia, a la vez que invado el espacio aberrante en el que tanto he tratado de no caer. Un segundo a la vez se constituye una eternidad, y con cada palabra mi texto se retuerce en su habitual complicación, pero esta habitación es ya una suma de tantas cosas que de repente su única salida es la propia reinvención; así, mi espacio vacío es ahora un tangible coherente. Adentro no hay lluvias ni amaneceres, alejado de interacciones, opiniones y rutinas, una inundación consecuente de egoísmo necesario que es complaciente y enfermizo, todo un paraíso de la mente. Pero, ¿qué me llevó hasta aquí? La saturación, creo. Un porqué que no se encontró en los diálogos pesados que deseaba tirar, aglutinante, una bomba de sentimientos que nunca estalló. Porque la importancia de estar solo es tan elemental como la evasión de lo que estorba, tomando en cuenta que esta sociedad es un conglomerado de farsas bien estructuradas que se repiten en intervalos de cinismo colectivo. Por eso desnudo las paredes, los techos, los pisos, dejando únicamente esa sustancia, plasma vital de donde se desprenden los excedentes, para encontrarme en un encierro básico, único, sin exteriores, olvidado de puertas.